Mis hijos llegaron a Madrid con Mario en diciembre de 1982 a pasar Navidades e iniciar el nuevo año 1983, festejar el encuentro con amigos y proyectar su nueva vida en esta gran ciudad. El año lectivo estaba justo en el punto medio, razón por la cual los matriculé en el colegio escandinavo de madrid en la moraleja, donde yo daba clases de arte, para que pudieran terminar su programación sueca y el cambio no fuera tan brusco.
Organicé con una pareja de profesores del colegio, ella danesa, profesora de idiomas, y su compañero, profesor de español, que vivían cerca de la plaza de Olavide, para que llevaran y trajeran a mis hijos del colegio cada día, ya que yo no permanecía allí una vez que terminaban mis clases. Estos profesores, tenían también sus dos hijas en el colegio por lo que pensé que aquéllos desplazamientos podían ser agradables. Luego comprobé que esos viajes no eran muy felices para mis hijos. Así transcurrieron los días escolares en el segundo semestre de este año lectivo tan peculiar.
En esa época yo trabajaba en Argüelles, en un semisótano de la calle santa cruz de marcenado, donde compartíamos los distintos talleres de arte, un taller literario, cursos de expresión corporal y los talleres de arte para niños y jóvenes que impartía yo. Aquí teníamos un número significativo de alumnos, la guía del ocio publicitaba nuestros cursos, y los espacios; a pesar de de no tener mucha luz, fueron muy bien acogidos por alumnos, padres y a los profesores nos entusiasmó tan buena acogida.
Por aquí pasaron algunos de los amigos de mis hijos, como los hijos de los directores del colegio sueco, Nina y Erik, y algunos amigos con los que ya formaban una pequeña pandilla. Los sabados por la mañana, nos desplazábamos al taller temprano para disponer el mobiliario antes de que llegaran los alumnos, solíamos desayunar en la cafetería situada justo al lado. De regreso a casa realizábamos las compras para fin de semana en nuestro querido y popular mercado de Chueca, eran tiempos tan diferentes, un barrio castizo, unos bares tradicionales como el famoso Santander en la esquina de Pelayo y Augusto Figueroa.
Comprábamos el hígado para nuestro gato en la casquería que tenía una increíble variedad de víceras, orejas y patitas de cerdo, ceso, corazón, y muchas más curiosidades que yo desconocía en mi gastronomía. Además de la casquería, la disposición y exhibición en los puestos, provocaban en mi y en mis hijos, una curiosidad inusitada. Me imaginaba cenas pantagruélicas sólo de entrañas, bodegones de cerdos o pequeños cochinillos mordiendo esas guindillas y dorados en los fogones de leña, decorados con rábanos gigantes, gajos frescos de apio o perejiles de un verde intenso.
Me venía a mi mente mi compañera de universidad, mi querida Tatá que pintaba aquéllos bodegones exuberantes y la imaginaba eligiendo sus trofeos y llenando sus cestas y canastos con todo tipo de texturas, formas y sensualidades hipnóticas. La imaginaba colocando entre los paños de razo color malva o verde nilo una cabeza de cerdo que por el tamaño parecían cabezas de jabalí, con los ojos entreabiertos y aún sufrientes, acompañándolos con pimientos brillantes, tomates carnosos hojas de lechugas tan tiernas como los repollos, las coliflores blancas y los brócolis arracimados y recién cortados en un huerto lindando con el paraíso.
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