viernes, 24 de abril de 2020

MI BARRIO

Mi infancia transcurre en uno de los grandes y populosos barrios de Córdoba, Alta Córdoba. Soy la menor de cinco hermanos, mi hermano Pablo, me lleva dos años, mi hermana Berta, cuatro, Martha, seis años, y por último mi hermana Tuca, 12 años mayor que yo. Nuestra casa es un esquinazo entre las calles Rivera Indarte y Manuel Lucero. Recuerdo cuando estas calles eran aún de tierra, yo tendría cuatro o cinco años. Y llegó el tan buscado progreso, las máquinas aplanadoras asfaltando las calles, el olor a alquitrán penetrante que utilizaban para ir uniendo los trozos de pavimento ya alisados. Para los niños era todo un espectáculo, no podíamos bajar a las calles pero controlábamos desde las aceras cada detalle del proceso constructivo y lo comentábamos con los amigos. Sólo podíamos desplazarnos por las aceras, que eran mitad de ladrillo en un nivel alto y mitad de tierra. En la parte más baja, en esta franja, estaban los árboles. En mi casa había sobre Rivera Indarte, cuatro paraísos gigantes y sobre la calle Manuel Lucero, una muy antigua acacia. Todos estos árboles producían un corredor continuo se sombra copiosa en verano, escenario perfecto para nuestros juegos en épocas vacacionales. Los paraísos florecen en primavera verano, unas flores celestes violáceas, que exhalan una fragancia que yo aún hoy reconozco. La acacia gigante también tiene flor y mucha fragancia, un ramillete blanco como las glicinas pero pequeñito. El perfume que fluía nos daba ese cobijo amable y fresco que ligado a la casa familiar hacía del lugar un pequeño refugio. Mi padre en sus sucesivos viajes al campo traía cabritos vivos o pequeños corderitos que compartían nuestros juegos en este pequeño predio exterior hasta que llegaba el día en que los sacrificaban para dar paso a algún banquete familiar, esto nos producía cierta tristeza pero estábamos habituados a resignarnos porque sabíamos de antemano que ese era el cometido final.

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