miércoles, 15 de abril de 2020

CALAS, DALIAS Y GLADIOLOS

Las casas familiares de mi infancia están vinculadas a la soledad animada del campo, a los sonidos del viento, a los nidos colgantes y bulliciosos de las loras, a los cactus erectos llenos de espinas y de flores blancas, grandes y elegantes. A los tunales cubiertos de frutos poblados de janas (espinas), a los kiskaluros, las alabas, las casas de barro de los horneros colocados con orden sobre los palos del telégrafo, a los soles rajantes de las siestas, habitadas por lagartijas entre las piedras, con el sonido ensordecedor de las chicharras. Al viento norte caliente y polvoroso llevándose en sus ráfagas los fardos de pajas bravas por los caminos cuarteados de tierras secas. Mi infancia es ese paisaje, de la mano de mi abuela Raquel y de mi tía Paya. Cuando se acercaba el día de los difuntos y el de todos los Santos, los primeros de noviembre,  mi madre preparaba su viaje a ver a sus hermanos y a mi abuela para acompañarlas al cementerio donde está la tumba de mi abuelo, muerto hacía ya algunos años. No llegué a conocerlo.  En Córdoba donde vivíamos los barrios eran de casas bajas con jardín en los fondos. En esos días previos al viaje hacíamos un recorrido con mi madre por el barrio, comprando flores para preparar nuestra gran caja florida en homenaje y para decorar la tumba de mi abuelo Gabriel, una costumbre muy extendida. Calas, dalias y gladiolos, flores que debían aguantar algunos días hasta llegar a destino. Mi madre, delicada y habilidosa, armaba las dos cajas con una maestría propia de la mejor floristería. Cajas alargadas para recoger las flores con sus tallos largos, las calas entreabiertas y los pimpollos de rosas irían entreabriéndose hasta llegar a destino. Completaba los arreglos flores con ramas de helechos pluma y helechos serrucho, que cultivaba en el patio de mi casa, a lo que se sumaban las hojas de color verde oscuro y muy lustrosas de las hojas de salón, que también crecían frondosas en  las macetas del zaguán de mi casa familiar. Después de colocarlas deliciosamente compuestas, humedecía hojas de periódico del día y envolvía sus tallos para que resistieran dentro de la caja hasta liberarlas en el cementerio. Luego cerraba bien las cajas y las envolvía con un papel celofán de color blanco o amarillo para dar por completada su ofrenda a su padre tan querido. Esas cajas estaban listas la noche anterior a nuestra partida. Nuestros bolsos de ropas preparados pues el autobús que nos llevaba pasaba muy temprano a dos calles de mi sasa y debíamos esperarlo allí. Mi corazón con cinco o seis años palpitaba aceleradamente, mientras guardaba con ilusión las horquillas con las que le haría las trenzas a mi abuela y los libros que me leería mi tía Paya en esas largas noches a la luz de la lumbre y bajo esos cielos de estrellas.

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