viernes, 17 de abril de 2020

GALLINAS


La casa se nos hizo pequeña sin el patio donde transcurría la vida en casa de mi abuela. La tormenta no remitía y esa tarde noche debimos conformarnos con juegos de mesa y planificando lo que haríamos al día siguiente cuando el sol brillara como un hermano más que participa de nuestros juegos.
Me dormí acurrucada junto a mi abuela, cuando esto sucedía se que soñaba con el paraíso. Cuando desperté, muy temprano, ya había olor a café y se escuchaban las voces de mis tías y de mi abuela hablando en la cocina. Salté de la cama , salí a la galería y el sol brillaba con ganas. Las gallinas con sus pollitos, los pavos picoteando, los perros cerca del horno, las pailas de madera debajo de los algarrobos y la mesa redonda de lata de mi abuela esperándonos para desayunar. Sobre la mesa había una bolsa pequeña de lona blanca con los granos de maíz preparados para que les diéramos de comer a las gallinas que iban saliendo de entre los árboles, orondas con sus numerosos pollitos alrededor. Gallinas batarazas, negras marrones y los gallos erguidos y orgullosos se acercaban también a picotear. Esa imagen yo la esperaba todo el año y por fin, estaban allí, frente a mis ojos. Alrededor de la alambrada circundante, corría el avestruz las zancadas sobre esas patas tan largas lo mostraban torpe y patoso, pero cuando desplegaba el plumaje en abanico, quedábamos maravillados por tanta belleza.a este enorme animal la bondad de mi abuela lo había domesticado y se acercaba manso a recibir su comida matinal como los demás alados. De fondo, se escuchaba el mugir de las vacas y de los terneros y el rebuznar de los dos o tres burros que pastaban por allí. El relinchar de los caballos y el rugir parco y silencioso de las aspas del molino que daba agua al pozo, junto al aljibe. Detrás de la casa el huerto de tunales, con el que se hacía el arrope y las jaleas. Y más atrás y ya a campo abierto los cardones, los cactus en plena floración. En la punta de los palos de la luz o del telégrafo, las casas de barro de los horneros con sus pequeños pajaritos capaces de fabricar tan delicados cobertizos. Y los nidos de palos desordenados de las loras que colgaban de los algarrobos o de los talas de formas caprichosas. Canturreaban a todas horas. Este escenario era la escenografía que me aguardaba y que corría el telón cada mañana para representar el fastuoso espectáculo natural de la vida en campo abierto.

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