sábado, 25 de abril de 2020

LA ARBOLEDA


Mi madre había muerto y yo con  mi vestido negro tan negro como mi pelo largo que creció más que nunca ese otoño. Mis ojos sólo buscaban una arboleda  , un camino con hojas para pisar mirando el suelo. Junto al taller gris de la escuela de artes donde cursaba mis asignaturas vinculadas a escultura, había un bosque de plátanos gigantes, el dorado y los ocres de sus hojas en otoño siempre fueron el escenario favorito de nuestros encuentros con mario. Esa tarde la tristeza alargó mi sombra hasta pegarla a mis pies, no podía quitarme esa armadura, me senté sobre el banco de palos que habíamos construído a la entrada del taller y fijé mis ojos al final del sendero que atravesaba los plátanos. A lo lejos divisé la silueta de Mario que caminaba hacia mí. Viene a salvarme pensé, viene a abrazarme y le miré fijamene hasta que estuvo a mi lado, sonriente, despeinado y desconociendo el estado de silencio que me había invadido esa tarde, como me invadía muchas tardes durante aquél largo período en que noté la ausencia de mi madre, esta fue mi gran crisis de adolescencia o más bien de juventud, porque ya tenía diecinueve años. Duró, duró un tiempo, tuve la enorme suerte de tener a Mario a mi lado, hemos crecido juntos, compartimos ideas gustos y dos hijos que nos han enseñado a caminar mirando la arboleda. Cuando quiero contrastar mi estado de ánimo, vuelvo a ese momento y encuentro la arboleda de plátanos las hojas alfonbrando el suelo, el taller gris con las esculturas rodeando el recinto, y el brazo de Mario sobre mi hombro mientras me cuenta sus cosas.

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