lunes, 20 de abril de 2020

EL VIAJE

SE ACERCABAN LAS navidades del año 1968, habíamos planificado un asado en casa de mi compañera de estudios, antes de que cada uno viajara a sus provincias a pasar las fiestas. Con mario  estábamos en fase de conocernos, enamorándonos poco a poco.no nos veíamos desde hacía una semana por los trabajos y estudios que cada uno tenía entre manos. Preparamos una parrillada de verduras  y una de costillas de ternera que olía a sabrosuras, en esa época los asados estaban vinculados a reunión de amigos y guitarreadas. Los amigos empezaron a llegar, el grupo era reducido, dos guitarristas además de los habituales que éramos seis o siete. Pasaron las horas, comimos, guitarreamos hablamos y se hizo la madrugada y la hora de que cada uno se retirara. Yo me quedaba esa noche a dormir en casa de mi amiga. Mario no apareció. Decidí que este plantón, no volviera a repetirse por lo que no respondí a sus llamadas para excusarse.
Pasaron las fiestas y volvimos a reunirnos porque había un viaje a Buenos Aires que habíamos planificado realizar Mario mi compañera de estudios y yo. Yo tenía cierta reticencia después de aquel plantón, todavía injustificado. No obstante mi amiga se encargó de sacar los pasajes y nos juntamos en la estación de autobuses que nos condujo a la capital. Era enero y hacía mucho calor. Nos sentamos juntos y por supuesto Mario narró el porqué de estar ausente aquélla noche que era muy importante para afianzar nuestro reciente  romance. Se había acostado a dormir la siesta y se despertó al día siguiente a las 12 de la mañana. Veinte horas sin despertar, parece mentira, pero con los años y en plena juventud comprobé que Mario podía  dormir tantas horas y más, cosa que a mi me ha costado entender pasados los años.
Viajar a Buenos Aires nos imponía bastante. Para los jóvenes del interior esta gran capital fue siempre un reto y una quimera a transitar para descubrir realmente el corazón palpitante de argentina. Teníamos un programa más o menos armado aunque la experiencia enseña en los viajes, que los imponderables son las anécdotas que quedan. Llegados a la capital y en la  estación de autobuses sacamos la dirección de un portero que alquilaba una buhardilla en un edificio en el corazón de la ciudad. Fuimos directamente, nos mostró aquél habitáculo en el quinto piso sin ascensor. El tejado, de maderas a la vista era muy bajo y se erguía sobre nuestras cabezas sólo a metro y medio de altura aproximadamente, con lo que teníamos que entrar casi agachados. Un gran caño de agua, cruzaba toda la habitación haciéndola aún más baja. Una enorme cama de tres plazas que nos obligaría a compartir colchón, una ventana que por suerte ventilaba aquello de maravilla aunque no sabíamos si el calor y la humedad de enero lo permitiría.
No había más opciones por el módico precio que establecía este señor, acostumbrado a cobrar todos los días por adelantado. Accedimos, nos dio una toalla, que debíamos compartir, las sábanas  y nos mostró el minúsculo baño, por fuera y que también estaba atravesado por el mismo caño de agua que el cuarto. Puestos de acuerdo cerramos el trato, dejamos nuestro dinero, nos dio la llave de entrada al edificio y la gran llave de hierro que abría nuestra bohardilla y sin más dejamos nuestros bolsos y bajamos las escaleras para enfrentarnos a la noche porteña. Caminamos embriagados al sabernos pisando los adoquines de esta ciudad donde ya por esta época gozaba de una efervescencia cultural, política y social enorme. Con Mario volvimos a abrazarnos y sentir la excitación propia de tres jóvenes descubriendo el mundo. Sus calles sus cafeterías abiertas y con mucha gente en sus mesas, el ajetreo de una ciudad muy poblada y catalogada como una de las capitales más importantes del mundo, por sus vanguardias artísticas y literarias. Decidimos volver al alojamiento temprano porque al día siguiente visitaríamos la Boca y cruzaríamos el riachuelo para recorrer la isla Maciel, una de las grandes villas miseria del casco urbano bonaerense

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