jueves, 16 de abril de 2020

ALGARROBOS Y CHAÑARES

Amaneció lloviendo, así como llueve en el norte en los comienzos del verano. Despuntaba el mes de noviembre con aguas y barrizales. A las seis de la mañana ya nos habían levantado. Iríamos en el viejo coche de Elpidio, uno de los cuatro o cinco coches de alquiler con los que contaba  el pueblo para acceder a muchas poblaciones donde el autobús no llegaba por los malos caminos existentes. Los coches eran grandes, amplios y confortables en su interior. Viajábamos mi madre, mi tía, mi primo Carlos, mi primo José María y yo, éramos los tres más o menos de la misma edad. Nos pusieron unas botas de goma altas, y unos mamelucos azules, yo incluida que me hizo sentir de la pandilla. A mi madre y a mi tía las noté con cierta preocupación, hablaban del barro en el camino, de los profundos charcos que se formaban, por el trajinar de los acoplados de los camiones que cargaban troncos en la región y que dejaban grandes heridas, huellas profundas en estos caminos mal atendidos. Consultaron con Elpidio y entre los tres decidieron emprender el viaje. Cargamos el coche con las cajas de flores, roseadas con agua el día anterior para mantenerlas vivas hasta la llegada. Los bolsos, y las cajas con mercancía que habían preparado mi madre y mi tía, para aprovisionar a mi abuela y a mi tía paya que nos esperaban.  El telégrafo funcionaba. La lluvia no cesaba y el chófer hablaba y contaba anécdotas de las veces que se había empantanado con su coche en estos barrizales. Todos manteníamos la respiración cada vez que las ruedas patinaban y el barro saltaba cubriendo los cristales y los guardabarros. El temor de quedarnos patinando en el barro nos enmudeció, nada de juegos de cartas como habíamos planeado, ni de comer las golosinas, que traíamos para la ocasión, ni respirábamos para alivianar nuestros pesos, creo que hubiésemos preferido levitar, hacernos cada vez más ligeros. Las historias que narraba este señor, bastante inoportunas por cierto, nos habían paralizado, contó entre otras hazañas que había tenido que matar un lobo en una noche de tormenta, de truenos y refucilos. Mi tía percibiendo nuestra intranquilidad, dijo entre risas, ya estoy viendo la tranquera y nos espera el avestruz a la entrada relajaos que ya estamos en casa. Saltamos de alegría al ver el plumaje de semejante ave parada al lado del poste del telégrafo como un pintoresco guardián de lo que allí nos esperaba.

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