jueves, 16 de abril de 2020

HONDAS Y TROMPOS


Llegados a la casa de mis tíos yo curioseaba todo con verdadera vehemencia. Todo es diferente en las realidades contrapuestas de la ciudad y un pueblo en mitad del campo. La casa, ubicada frente a las vías del ferrocarril, la calle principal del pueblo. Era ante mis ojos de niña, inmensa y desordenada. El ala de vivienda y negocio en forma de ele se situaba por encima de una vereda alta de ladrillos rústicos flanqueada por árboles centenarios y desgarbados. La entrada principal sobre la calle grande, daba paso al salón, a las habitaciones, a la cocina, recintos todos iluminados y unidos por una larga y amplia  galería. Al costado el gran aljibe. En la esquina el negocio de ramos generales y al un lado la tranquera que daba paso a un patio de tierra que conectaba todas las habitaciones en forma circular. A la derecha de la tranquera, los galpones que guardaban un camión Magirus, uno o dos tractores además de instrumentos de labranza. Más allá un baño con excusado de piedra en el suelo que era para mi un elemento propio de esas casonas del campo, luego unos árboles y detrás estaba el ala de las habitaciones de todos los hijos varones, siete. Eran habitaciones de techos altos con camas situadas como en un cuartel o en un hospital de campaña. Cada cama tenía su mesita de noche donde cada uno de los chicos guardaba bajo llave sus pequeños tesoros, todas sus pertenencias que iban mostrándome poco a poco. Allí estaban las hondas para cazar pajaritos, los trompos de madera y las billeteras con sus dineros que cada uno ahorraba a según sus proyectos y necesidades. Esas habitaciones tenían vida y organización propias. Mis tíos, poca injerencia ejercitaban allí, era el mundo privado de una cuadrilla con sus propias normas y eso me fascinaba, que fueran tan dúctiles para desenvolver sus vidas sin el control férreo de los adultos. Se los veía fuertes, libres y generosos y eso me hacía sentir en casa, como con mis hermanos. Siempre dispuestos a armar aventuras vinculadas al campo, y echar una mano en lo que fuera menester. Pasados tres días, cuando ya me había acostumbrado a formar parte de la cuadrilla y había dejado mi timidez en la rama de algún árbol, mi madre y mi tía nos anunciaban que al siguiente día, y muy temprano por la mañana, nos íbamos en un coche de alquiler a la casa de mi abuela. Yo no perdía mi entusiasmo y mi energía se había quintuplicado después de la experiencia fugaz pero intensa con mis queridos primos hermanos.





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