martes, 21 de abril de 2020

AGNÓSTICA

Mi último lugar de trabajo rentado, antes de jubilarme fue de profesora de geometría descriptiva en el colegio suizo de Madrid. Las clases tenían un ventanal enorme al jardín, eran amplias con mesas largas, muy cómodas, con un grupo pequeño de alumnos ya que esta asignatura está en el programa como optativa para los alumnos que siguen la línea de ingenierías o arquitectura. Ni siquiera la elegían los de arte, cosa que me impulsó siempre a hablar de las bondades técnicas y gráficas de manejar la geometría. Para fomentar el entusiasmo entre los chicos, jóvenes de 17 o 18 años llevaba a mis clases todo tipo de piezas que yo misma construía y que les provocara preguntas y respuestas sobre la volumetría, en fin, sobre las tres dimensiones. Una mañana mientras dibujábamos, una de las alumnas, sagaz y entusiasta y con ganas de acortar la distancia conmigo me preguntó en forma muy directa, es usted creyente profesora. La pregunta, necesaria en esas edades exigía una respuesta más extensa pero deduje que el tiempo no daba para extenderme y contesté lacónicamente, soy agnóstica. La respuesta quedó en el aire mientras sonaba el timbre que marcaba la finalización de la hora lectiva. Esa respuesta creo que la satisfizo porque no volvió a preguntarme nada pero sí noté un acercamiento cómplice a partir de ese momento. A raíz de esta anécdota me obligo a escribir sobre el tema porque reconozco, que familiarmente somos Mario y yo los únicos agnósticos en una amplísima familia de creyentes practicantes, a los que hemos tratado con mucho respeto al igual que a los amigos que profesan otras religiones. 

Ni padre ni mi madre hicieron hincapié en la religión, cumplimos todos con los preceptos que promulga la iglesia católica de bautismo, primera comunión  y todos menos yo, casamiento canónigo. Mi tía Alicia, mi madrina de bautismo, que vivió en mi casa fue siempre de misa dominical y un poco beata sin que ello nos molestara en absoluto. Cuando eramos pequeños nos llevaba a misa de nueve, que era la misa de los niños, como había que comulgar todos los domingos, antes había que pasar por el confesionario, contarle al cura, no se que pecados a los nueve años, y eso después de resar algunos padres nuestros y algunos aves marías, te absolvía y podías pasar a hacer la cola para que el sacerdote te diera la hostia de pan. Yo desde muy pequeña tuve mis dudas sobre estas practicas a esta confusión se sumó que al tener que esperar a que el cura te confesara, larga cola en ayunas y con las tripas silbándote, el vómito me rondó la boca más de una vez hasta que un día expulsé todo lo poco que llevaba en el estómago sobre una niña que hacía la cola delante de mí. Una de mis hermanas tuvo que acompañarme de vuelta a casa. Con este episodio cerré mi etapa de misa dominical y me plegué a la dinámica de mis padres que sólo acudían a la iglesia para bodas, bautizos, comuniones, misas de cuerpo presente o misas en honor a los muertos. Esa fue mi primera claudicación física frente a los ritos, a la que se sumó paulatinamente el cuestionamiento religioso.

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