Tengo recuerdos desde los seis años aproximadamente, quiero intentar describir algunos personas , vecinos de mi casa familiar que me hayan llamado la atención y que si hoy los recuerdo fue porque me interesaron por alguna razón. Cuando nos íbamos de picnic, mi padre nos mandaba a mi hermano pablo y a mi, los dos menores y con frecuencia los recaderos del grupo, a comprar una bolsa de carbón para las barbacoas , al galpón de don miguel "el carbonero" vivía a dos calles de mi casa, su galpón hacía esquina, se entraba por un gran portón de chapa que durante el día permanecía abierto dejando a la vista de todos los viandantes, ese inmenso recinto con montañas gigantescas de carbón, un universo oscuro como una gran gruta . Muy escondido detrás de las negruras, en un banco alto de hierro, se sentaba don miguel,. Llevaba un traje azul , con corbata, y sombrero de ala corta,sus ropas, llenas de tizne al igual que su rostro y sus manos, con bigote descuidado y unos intensos ojos azules como dos luciérnagas tapados por unas abundantes cejas oscurecidas por el carbón .
Don miguel había enviudado durante la guerra en italia y emigró junto a su hijo casi recién nacido para instalarse en ese lugar donde ambos, él y su pequeño, permanecieron siempre solos, eso nos contó mi padre y a partir de esos relatos, todos lo tratábamos con mucho respeto. Nunca llegó a hablar bien el castellano. Más palabras en italiano le escuchábamos nosotros cuando nos acercábamos a pagar la mercancía.
Algunas casas más abajo vivían don cervantes y su familia, tenían una fábrica familiar de construcción de cajas de cartón, a mis hermanos y a mí nos gustaba hacerles visitas porque siempre nos regalaban pequeñas cajas que podíamos elegir según nuestras necesidades. También nos obsequiaron con papeles que utilizaban para forrar las cajas y nosotros para envolver regalos o libros de cuento o de lectura. Las máquinas cortadoras de cartón o las guillotinas para el papel, no paraban en todo el día. Cuando llegaba el carnaval, nos regalaba una bolsa inmensa de papel picado y serpentinas de todos los colores. Recuerdo que el taller de techos muy altos, olía fuerte , el pegamento- cola, estaba recogida en grandes tarros de latón que exhalaban esos aromas, que los recuerdo con agrado. Una familia emigrada de españa y muy integrada en el barrio.
En frente vivían don cedrón y su mujer, muy amiga de mi madre, una pareja de españoles que al no poder tener hijos. Habían traído dos sobrinas desde españa, donde residía gran parte de la familia y a las que mis hermanas les dieron clases particulares para poder regularizar sus estudios en argentina. Cedrón era el dueño de la fábrica de galletas fibas que estaba situada en la calle juan b. Justo , una sociedad que les resultó muy rentable en aquellos años. Hicieron dinero y viajaban en barco, una vez por año a visitar sus parientes. Cuando volvían nos traían regalos, muy típicos como abanicos, castañuelas y a mi madre mantillas y recuerdos toledanos.
Justo al lado de mi casa, vivía quinto lerda, su mujer, porota y sus tres hijos pequeños, que crecieron junto a nosotros. Lo recuerdo con camiones, grandes coches, camionetas, era dueño de puestos de verdura en el mercado de abastos de la ciudad . Hizo mucho dinero pero nunca dejó de ser un hombre sencillo y familiar eso sí, le gustaban los grandes relojes de oro , debilidades , secuelas que a veces dejan las miserias infantiles.
En frente de mi casa vivían dos familias italianas ambas, los carlini y los buzzetti. Carlini parecía recién llegado de italia, muy cerrado en su expresión oral, quizás por la reconcentración que ejercitaba trabajando tantas horas en la construcción, lo recuerdo en su bicicleta , y lo curioso era que sujetaba la botamanga del pantalón con un broche de la ropa para que no se enredara con la cadena de la bici colgado del manubrio, un canasto de metal con los fratachos , las cucharas de cementar, los metros lineales de madera amarilla que se plegaban como abanicos , recuerdo que también llevaba en la parrilla de atrás, un balde de hierro donde hacían el cemento con cucharas múltiples para escayolar o romper ladrillos. Mi padre solía elogiarlo como un buen albañil aunque añadía que por ser tan callado y reservado, las cosas económicas fueron siempre de supervivencia. Su mujer tejía para niños. Mi madre le encargó los ajuares de sobrinos y nietos.
Los buzzetti , el cabeza de familia trabajaba como empleado en el ferrocarril, tuvieron un hijo varón , el mayor y dos hijas mujeres el hijo mayor que luego me contaron que era un muy buen cirujano, cuando éramos pequeños lo recuerdo que nos enseñaba a fabricar ikebanas, los famosos centros de mesa para decorar las cenas de navidad, con piñas y velas y bolas de cristal brillantes, yo admiraba esas habilidades y sobre todo en un chico que mostraba tanta delicadeza, reemplazando el consabido arbolito navideño cargado de algodones y belenes que lucían sobre los trinchantes casi todas las casas del barrio. Así podría seguir recordando cada uno de aquéllos vecinos que dejé de ver cuando empecé mi adolescencia y dejé aquel barrio de calles muy anchas y arboledas copiosas por donde hacíamos carreras de bicicletas porque el tráfico rodado era reducido. Otra persona que tuvo significación en el barrio. Fue el doctor matusevich, nuestro médico de cabecera, vivía a pocas calles de mi casa. Cuando éramos pequeños y comenzaban los fríos de invierno y los contagios de gripes y anginas, con fiebres altas, solíamos contagiarnos entre nosotros por lo que la presencia de matusevich se hacía cada vez más frecuente. Venía por la tarde noche, nos revisaba a los cinco, sobre todo nos miraba la garganta y recetaba los medicamentos y sobre todo fijaba cuántos días debíamos permanecer en cama sin asistir al colegio. Cuando estábamos todos revisados solía tomarse un café con mi madre y se los escuchaba charlar, sobre todo, de los estudios de los hijos. Recuerdo en especial que intercambiaban impresiones y comentarios sobre la carrera de arquitectura, porque mi hermana martha había decidido a empezar esos estudios en la universidad y matusevich que ya tenía una de sus hijas cursando esa carrera, le informaba y la alentaba por considerar que era una carrera estupenda y muy completa. Cuando se iba el médico, mi madre, hacía un corro con todos nosotros y los tópicos de colubiazol, esos hisopos embebidos en ese medicamento oloroso y tan eficaz, circulaban por nuestras gargantas sin pausa y sin rechistar.También recuerdo a nuestra dentista, la doctora grandi, su corpulencia hacía honor a su nombre, vivía a unas cuadras de casa y nos desplazábamos casi siempre de tres en tres. Recuerdo aquella consulta que olía a amalgama de dientes, entre el olor y el ruido surdo y metálico del torno al que yo le tenía verdadero pavor. Aquellas sesiones me resultaban muy poco gratas. Deseaba terminar cuanto antes y cuando ya los dolores bucales habían pasado ella, nuestra dentista , estiraba su mano con un cestillo de mimbre y nos regalaba a cada uno una miniatura animal que yo coleccionaba,
Otros personajes del barrio , que me rovocaban curiosidad sobre todo por el halo de misterio que mi fantasía infantil había creado y depositado en ellos, era una familia testigos de jehová. Un matrimonio con dos hijas, salían sólo para hacer compras de comida y por la tarde noche , salían los cuatro, cogidos del brazo y con pañuelos en la cabeza, y se desplazaban al culto vespertino en la iglesia evangélica del barrio. Nunca hablaban con los vecinos y vivían ensimismados en su mundo y en sus propios rezos, siempre me parecieron incomprensibles las sectas religiosas que potencian el aislamiento y la devoción a ultranza de una doctrina, del tipo que sea. Así podría seguir hablando de este barrio tan querido donde viví años intensos junto a mis hermanos, mis padres y los innumerables parientes que desfilaban por mi casa y eran todos tan bien acogidos.
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