viernes, 19 de junio de 2020

EL LÍMITE

El mundo que vivíamos en las cuatro calles que rodeaban la manzana de mi casa eran lo suficientemente interesantes  como para relatar  horas sobre los personajes y  las situaciones de las más diversas índoles que vivíamos. Era mi barrio el límite de seguridad al que teníamos acceso los niños. Los aledaños,  por fuera de esas fronteras,  pertenecían a otras vivencias, otras realidades, a veces, muy desconocidas para nosotros pero igualmente sugerentes y con contenidos fantásticos  que abrían nuestra curiosidad a otros mundos, gentes que llegaban desde el otro lado del océano, por detrás de los mares azules que sabíamos, que sólo surcaban los barcos. Como por ejemplo,  lo era el mundo del grupo romaní,  que tenía sus asentamientos transitorios, nómades , en las afueras de estos predios tan conocidos y recorridos por la pandilla del barrio. En verano cuando el sol estaba alto y nosotros jugábamos  intercambiando figuritas de papel, cromos o fabricábamos a lápiz,  billetes de mentira para hacer nuestras compras y transacciones  ficticias, veíamos a un grupo numeroso de altas mujeres con niños que sujetaban sus caderas o simplemente permanecían atados a las cinturas por telas de colores, otros,  caminaban descalzos y desmereñados junto al grupo, donde aparentemente todas  cuidaban en forma casi imperceptible, de todos los polluelos del amplio grupo
De repente,  uno de nosotros divisaba a lo lejos , la inminente llegada del grupo y nos alertábamos todos porque el nerviosismo,  el miedo, la  curiosidad, producía en nosotros un revuelo incontrolado y la excitación se apoderaba de nosotros,  el rubor en las mejillas, el cosquilleo en el estómago, la risa nerviosa y el arrebato súbito por recoger nuestras cosas para escondernos sin ser vistos pero queríamos ver, lo desconocido era necesario observarlo y descubrirlo de cerca. Teníamos nuestras propias leyendas sobre estos grupos étnicos tan orgullosos de sus costumbres ancestrales y poco afectos al trato familiar con las gentes, que como nosotros los mirábamos con curiosidad y asombro. Sus rostros curtidos por el sol, con sus pieles cobrizas, enmarcadas con largas trenzas de color castaño claro y abrillantadas por los fuertes soles del verano, dejaban ver unos ojos verdes penetrantes y unas dentaduras con algunas piezas de oro. Usaban pañuelos de sedas transparentes atadas en sus cabezas hacia atrás, de donde colgaban monedas doradas y cuentas coloridas. Llevaban en los pies, chinelas que dejaban en el suelo para refrescar sus pies descalzos cuando el grupo decidía sentarse en cuclillas debajo de los árboles que ya tenían la fronda propia del verano. Los faldones superpuestos de lienzos floreados mezclados con organzas finas y estampadas,  les cubrían sus piernas y llegaban hasta los pies. Aqui se inspiró mi madre,  que hizo de estos trajes ancestrales y maravillosos , de estos grupos cíngaros, los mejores disfraces para sus hijas que querían lucir faldones por carnal. Otra de las secuencias que a los ojos de los niños producía ternura y sorpresa era con la naturalidad que las madres amamantaban a sus pequeños vástagos, sacando sus senos sin ningún pudor , con una naturalidad como la necesidad lo determina, y lo impone , si un niño tiene hambre, es aquí y ahora. Además debajo de esas sombras , en ese barrio de calles amplias donde los pájaros y las mariposas, eran la escenografía idónea para disfrutar de la época estival.


No hay comentarios:

Publicar un comentario