De pequeños, nos dejaban tener
en casa solo animales alados, tuvimos las típicas loras santiagueñas,
verdes, y muy parlanchinas, les enseñábamos a hablar , la que llegó
más lejos en el intento de dialogar con ellas fue mi abuela raquel,
acostumbrada en el campo a compartir momentos de soledad, dando de comer
a cuanto pajarito se posara en su regazo. Así lo vivíamos nosotros, nos
alegraba saberla tan dúctil, sabia y tan cercana a ese mundo de trinos y de
plumas que a nosotros nos fascinaba. En otro de nuestros viajes,
volvimos a casa con un par de loras australianas, que vivieron muchos
años disfrutando de los damascos que les poníamos en sus
recipientes de comer, les gustaban esos sabores. Una vez llegamos con una jaula
con dos pájaros azules, trinaban cada mañana, yo los imitaba y llegué a
interpretar sus trinos con bastante similitud. Una pareja de teros, caminaron
por el patio, siempre buscando los charcos de agua que quedaban entre las
baldosas y las macetas después de regar las plantas. Trajimos un par de
palomitas de la virgen, así las llaman en el norte, quizás porque sus
arrullos se asemejaba a esas murmuraciones bajas que se escuchan cuando
las señoras en el campo, rezan el rosario. Siempre hubo pájaros , en el
patio de mi casa familiar, algunos volaban o caminaban libremente entre
nuestros pies, cuando merendábamos o hacíamos los deberes sentados
en los sillones de madera, esos sillones que mi padre nos hacía
pintar cada verano, era una manera divertida de tenernos entretenidos en
los largos veranos. Eso sí, la condición era que
cada año, uno de nosotros elegía el color, así mutaban de verano en verano,
unas veces blancos, otras amarillo o azul pastel, hasta llegamos a darle el
color naranja que era mi favorito cuando tenía alrededor de los ocho años. Mi padre había hecho incustrar
un encerado grande, en una de las paredes del patio, creo que lo
estucaron al mismo tiempo que construyeron la casa. Así fue como yo
aprendí las primeras letras que mis hermanos me ensañaron, sobre nuestro
pizarrón familiar. Yo era siempre la alumna y ellos por supuesto, los
maestros y profesores, fue el papel que me correspondió, al ser la menor
de cinco hermanos. Recuerdo haber jugado mucho con
mi hermano pablo, dos años mayor que yo , al ahorcado, ese juego tan universal
y que te obliga a pensar en palabras cada vez más complicadas o con mayor
número de letras como para impresionar a tu adversario. Siestas largas y calurosas
dibujando con tizas de colores , paisajes o retratos que sólo podía borrar la
lluvia, cuando estaban bien logrados los trazos y estaba prohibido entre
nosotros , usar el borrador para eliminar tan significativa obra de arte. Pasada la siesta de juegos y
dibujos, y cuando mis padres se levantaban de la siesta, llegaba la hora
esperada, el momento en que mi madre sacaba de la nevera una inmensa sandía que
cortaba con rigor milimétrico para que no hubiera discusiones sobre la
equidad en los trozos. Estas sandías las
comprábamos por la mañana a los famosos sandieros que traían en
carros tirados por caballos, montañas de sandías "caladas y
coloradas" como voceaban sus dueños y recolectores y que
significaba que antes de comprarlas, él debía darte a probar una
raja de tan preciado manjar, para comprobar así, que aquél carro tenía
en ese cargamento, los mejores ejemplares de esas huertas que en verano
rebosaban se zapallos, calabazas, melones y demás frutos deseados.
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