domingo, 14 de junio de 2020

LAS LORAS


De pequeños, nos dejaban tener en casa solo animales alados,  tuvimos las típicas loras santiagueñas, verdes, y muy parlanchinas, les enseñábamos a hablar ,  la que llegó más lejos en el intento de dialogar con ellas fue mi abuela raquel, acostumbrada en el campo a  compartir momentos de soledad, dando de comer a cuanto pajarito se posara en su regazo. Así lo vivíamos nosotros, nos alegraba saberla tan dúctil, sabia y tan cercana a ese mundo de trinos y de plumas que a nosotros nos fascinaba. En otro de nuestros viajes, volvimos a casa con un par de loras australianas, que vivieron muchos años  disfrutando de los damascos que les poníamos en sus recipientes de comer, les gustaban esos sabores. Una vez llegamos con una jaula con dos pájaros azules, trinaban cada mañana, yo los imitaba y llegué a interpretar sus trinos con bastante similitud. Una pareja de teros, caminaron por el patio, siempre buscando los charcos de agua que quedaban entre las baldosas  y las macetas después de regar las plantas. Trajimos un par de  palomitas de la virgen, así las llaman en el norte, quizás  porque sus arrullos se asemejaba  a esas murmuraciones bajas que se escuchan cuando las señoras en el campo, rezan el rosario. Siempre hubo pájaros , en el patio de mi casa familiar, algunos volaban o caminaban libremente entre   nuestros pies,  cuando merendábamos o hacíamos los deberes sentados en los sillones de madera, esos sillones  que mi padre nos hacía pintar  cada verano, era una manera divertida de tenernos entretenidos en los largos veranos. Eso sí, la condición era que cada año, uno de nosotros elegía el color, así mutaban de verano en verano, unas veces blancos, otras amarillo o azul pastel, hasta llegamos a darle el color naranja que era mi favorito cuando tenía alrededor de los ocho años. Mi padre había hecho incustrar un encerado grande, en una de las paredes del patio, creo que lo estucaron  al mismo tiempo que construyeron la casa. Así fue como yo aprendí las primeras letras que mis hermanos me ensañaron, sobre nuestro pizarrón familiar. Yo era siempre la alumna y ellos por supuesto, los maestros y profesores, fue el papel que me correspondió, al ser la menor de cinco hermanos. Recuerdo haber jugado mucho con mi hermano pablo, dos años mayor que yo , al ahorcado, ese juego tan universal y que te obliga a pensar en palabras cada vez más complicadas o con mayor número de letras como para impresionar a tu adversario. Siestas largas y calurosas dibujando con tizas de colores , paisajes o retratos que sólo podía borrar la lluvia, cuando estaban bien logrados los trazos y estaba prohibido entre nosotros , usar el borrador para eliminar tan significativa obra de arte. Pasada la siesta de juegos y dibujos, y cuando mis padres se levantaban de la siesta, llegaba la hora esperada, el momento en que mi madre sacaba de la nevera una inmensa sandía que cortaba con rigor milimétrico para que no hubiera discusiones sobre la equidad en los trozos. Estas sandías las comprábamos por la mañana a los famosos sandieros que traían en carros tirados por caballos, montañas de sandías "caladas y coloradas" como voceaban  sus  dueños y recolectores y que significaba que antes de comprarlas, él debía  darte a probar una raja de tan preciado manjar, para comprobar así,  que aquél carro tenía en ese cargamento, los mejores ejemplares de esas huertas que en verano rebosaban se zapallos, calabazas, melones y demás frutos deseados.

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