Cuando era pequeña e iba a la carnicería a acompañar a algunos de los mayores que se encargaban ese día de la compra, me extasiaba mirando las manos de los carniceros y carniceras —que los había de ambos sexos— manipulando esos enormes cuchillos afilados en algún cubo de acero, situado en un rincón del mostrador, y que cortaban con hoja punzante esos filetes finos de carne rosada y fresca. O cuando alzaban el cuchillo a modo de machete para coger fuerza e impulso y asestar un golpe certero a algún caracú o hueso de alguna costilla aflautada. Luego, colocaban con esmero los filetes o las chuletas sobre un papel blanco y encerado y armaban aquellos paquetes delicados con esas manos limpias y toscas, de haber perfilado ya muchas carnes y dejado limpias las osamentas de algún vacuno o cerdo. Se frotaban las manos ensangrentadas sobre los delantales blancos para poder pasar a la etapa de cobrar la mercancía ya vendida, que llegaría a nuestra mesa en forma de manjar, acompañado de verduras frescas o guarniciones delicadas, con las que mi madre complementaba aquel plato sustancioso con el que sacó adelante una familia numerosa y de buen comer.
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