Las estaciones del año, con sus ritmos marcados por el movimiento solar, no solo determinan el clima, sino que también influyen en nuestras emociones, actividades y el entorno natural. Cada estación representa una transformación, una pausa y un renacer que permite la renovación constante de la vida. Tras largos meses de frío, donde la tierra se cubre de escarcha y los días parecen dormidos, el anhelo del cambio se hace evidente. La llegada de la primavera, por ejemplo, simboliza el despertar de la naturaleza, la expansión de la luz y la reactivación de los ecosistemas. El invierno cede su dominio de hielo y viento, permitiendo que los suelos endurecidos comiencen a ablandarse, absorbiendo la humedad y los nutrientes necesarios para la nueva vida. Las semillas que invernaron en la profundidad de la tierra despiertan con la tibieza del sol, brotando en hojas, tallos y flores que pintan el paisaje con colores vibrantes. Los insectos retoman su danza en el aire, las mariposas encuentran su flor y el equilibrio natural se restablece en un ciclo inagotable. Este flujo cíclico no solo transforma la naturaleza, sino que también nos invita a adaptarnos, a encontrar en cada estación una oportunidad para el cambio y el crecimiento. Así, el deseo de que el clima se revierta no es más que la expresión de nuestra propia necesidad de renovación, reflejada en los ritmos de la Tierra.
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