El Suncho fue más que un territorio; fue el centro vital de quien lo habitó, su compañero inseparable en cabalgatas y desvelos. En esas 900 hectáreas, cada rincón guardaba un eco de su identidad: el canto de los pájaros, el rumor de las hojas, el mugido del ganado y las piedras, testigos inmutables del paso de las nubes. En ese paisaje vasto y solitario, encontraba su refugio, un espacio donde la naturaleza le devolvía la infancia y renovaba sus ganas de vivir. El verano traía consigo la tradición de compartir su mundo. Nos guiaba por su tierra, nos hablaba de su poesía y de los recuerdos que el campo le susurraba. Al caer la tarde, cuando la luz se tornaba dorada y la casa reunía a todos para la cena, él se alejaba con su escopeta al hombro, en busca de perdices. Sabía que era en el crepúsculo cuando esas aves de plumaje tornasolado alzaban su vuelo, y solo en la soledad y el silencio podía realizar su ritual de caza. Cuando regresaba, lo veíamos cruzar el campo con sus botas de montar, la escopeta en una mano y las presas aladas en la otra. Angelines, la mujer de Isaías, el capataz, las prepararía en un guiso humeante que coronaría la noche. Así, el Suncho no solo era tierra y paisaje, sino también el escenario de un modo de vida, un lugar donde la esencia de su espíritu se fundía con la vastedad del campo.
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