En el corazón del Paseo de Recoletos, enmarcada por la majestuosa Avenida de la Castellana y vecina de hitos como la Puerta de Alcalá, el Parque del Retiro y el Museo del Prado, la Biblioteca Nacional de Madrid emerge no solo como un templo del conocimiento, sino como un símbolo emocional para quienes han transitado sus alrededores. Desde 1983, año en que abandonamos Suecia para asentarnos en España, este barrio emblemático se convirtió en el escenario de nuestras rutinas, particularmente en la vibrante zona de Alonso Martínez, cercana a la Plaza de Santa Bárbara, donde nuestra familia consolidó su historia entre arte y literatura. La Biblioteca Nacional fue mucho más que un edificio para Mario y para mí: representó un espacio de inspiración y serenidad, donde las tardes daban paso a largas caminatas, diálogos creativos y el nacimiento de una trilogía literaria. Obras como "Un Día Infinito", "Estación Bastilla" y "La Mitad del Mundo" plasmaron sus inquietudes, sueños y capacidad de soñar en un entorno que parecía susurrar historias en cada esquina. Este rincón de Madrid, amable y lleno de vida, ofreció también un contexto idóneo para que nuestros hijos, Paula y Antonio, crecieran inmersos en un ambiente cultural, cosmopolita y libre. Madrid nos ofreció un ritmo único: sus avenidas, plazas y monumentos se entrelazaron con nuestras vidas en un entorno vibrante de propuestas sociales e intelectuales. Así, la Biblioteca Nacional se erigió como un símbolo de creatividad, un epicentro donde lo cotidiano se fundió con lo trascendente, marcando una época inolvidable en nuestra existencia.
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