pintor ecuatoriano de profunda sensibilidad y trazo desgarrador, representa una de las voces más potentes del arte latinoamericano comprometido, su obra, marcada por una expresividad cruda y honesta, se conecta con las raíces indígenas y con el dolor acumulado de los pueblos oprimidos, al visitar su exposición en Quito se revela una intensidad emocional comparable con la de los grandes muralistas mexicanos o guatemaltecos, ya que en cada pincelada resuena el grito ahogado de una historia silenciada, hay en sus cuadros una atmósfera que evoca el pathos de Picasso en el Guernica, no por imitación sino por afinidad ética y estética: ambos retratan el sufrimiento humano desde la entraña, no como objeto de contemplación sino como una interpelación directa al alma del espectador, Latinoamérica, en su obra, no es un concepto sino un cuerpo que duele, que ama, que resiste, sus rostros alargados, sus manos suplicantes, sus colores terrosos, hablan de una memoria encarnada en la piel de los pueblos, ver su pintura es sentir que el arte puede, en efecto, aliviar el dolor no con evasión sino con comprensión, es un arte que no decora ni embellece, sino que transforma, abraza, conmueve, Guayasamín no sólo pintó figuras sino emociones colectivas, y por eso su legado sigue latiendo en cada esquina de esa América profunda que no permite la indiferencia, porque la emoción, como la justicia, es también un derecho.
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