Tenía ocho o nueve años y hay momentos que recuerdo con gran nitidez, quizás porque los detalles que rodeaban las pequeñas acciones conjugaban los más sensibles hechos de un día feliz y luminoso. Solas en la casa, mi madre y yo; mi padre había viajado con mis hermanos al campo y a mí, por ser la pequeña, me correspondía acompañar a mi madre, que no era una entusiasta de la vida campesina y se quedaba feliz y sin demasiados quehaceres domésticos. Las rutinas se alteraban y comenzábamos el día, corriendo yo, saltando y canturreando hasta la “Confitería de Don Curelo”, en la calle Juan B. Justo, una avenida muy concurrida porque era la ruta hacia el norte de Argentina. Mi cabeza iba ya, en el recorrido, llena de sabores diferentes y todos muy gustosos. Era la pastelería y lechería más famosa de nuestro barrio. Los cubanitos de dulce de leche, los cañoncitos de crema pastelera, las milhojas; hojaldradas en infinitas capas, con nuestro dulce preferido, el “dulce de leche”, y bañadas de azúcar impalpable, así le llamábamos al azúcar glacé. Cuando entraba a la tienda, el dueño, Don Curelo, preparaba sus papeles blancos y semitransparentes, sus bandejas de cartón dorado y sus hilos de papel de colores, y yo salía muy oronda de la tienda con mi universo de sabores, que me mantenía la boca enamorada hasta llegar a casa. Al entrar, mi madre había puesto la mesa delicadamente, solo para mí y para ella, y eventualmente nos acompañaba María, una muy querida empleada de mi casa que acompañó a mi madre en las tareas de criar cinco hijos y echar una mano en el trabajo cotidiano, en un hogar donde se sumaban a la mesa cada día, además de la familia, todos aquellos parientes tanto de mi madre como de mi padre que venían a Córdoba desde Santiago del Estero por citas médicas o a realizar trámites variados a la gran ciudad, o a visitar a sus hijos internos en buenos colegios donde cursaban estudios secundarios. La fiesta era completa, pues en esos momentos me sentía con la dedicación plena de mi madre, que repartía, en los demás días cotidianos, la atención entre una “muchedumbre”, como yo la llamaba, a los que poblaban habitualmente mi casa y yo me sentía relegada a un espacio muy pequeño, proporcional a mi tamaño, edad y requerimientos. Esos momentos de soledad con mi madre, compartiendo risas y alegrías, son los que guardo en el rincón más valioso de mi corazón. Esa es mi infancia: esperando el momento de encontrar la plena atención, tan difícil de conciliar en el día a día.
lunes, 1 de diciembre de 2025
Cucuruchos de dulce de leche
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