Llegamos a Cuchi Corral, sobre las 11 de la mañana, atravesando un camino de tierra que se mantenía intacto desde aquella última vez, cuando llegamos con mi madre, mi tía Gabriela y mis primos Carlitos y José María para un Día de Difuntos en noviembre, con el sol acariciando los cactus en flor, y abrazamos los tres juntos y al mismo tiempo a mi abuela Raquel, ante la mirada emocionada de mi madre. Hoy, hacía ese recorrido en mi memoria: ya no estaban sus duendes, ni la casa, ni los animales que salían a nuestro encuentro; ni pude ver al avestruz desplegando sus alas, como entonces; ni los brazos extendidos de mi abuela, ni los algarrobos con sus vainas doradas y aquella mesa esperándonos para desayunar. Solo recuerdo que, en esa entrada triunfal, mis ojos percibieron todo eso y el sentimiento transformado en energía, como si fuera la primera vez. Había silencio y lágrimas. Los cuatro supimos que, en ese rincón del mundo, están los años dorados de esos abuelos que llegaron de tan lejos a poblar estas tierras: uno desde Annet, cerca de París, y mi abuela desde Casagalbane, provincia de Piacenza, en el "valle del río Po", como nos respondía mi abuela cuando le preguntábamos una y otra vez desde dónde habían llegado con su familia a comienzos del nuevo siglo. Y a nosotros nos producía una perplejidad enorme pensar que esos dos seres, llegados desde Europa, hubieran podido hacer sus vidas con siete hijos y otros dos que se agregaron como adoptados, en un lugar tan recóndito y en apariencia inhóspito, pero que ellos supieron convertir en un hogar y ejercer, mi abuelo, su profesión de médico, y mi abuela, de "dama de honor", para sacar adelante aquella gran familia que se mantuvo sólidamente unida a través del tiempo y las distancias.
Había que apearse y aspirar el aire fresco antes de proseguir. Mi hermano Pablo nos abrazó, callado y emocionado, y me dijo que él volvía siempre que su tiempo se lo permitía, para recuperar impulso y sonrisas, y también para visitar a los que por allí quedaban: miembros de la familia, desperdigada por esa diáspora generacional tan necesaria, del campo a la ciudad, para obtener la cultura de los libros, ya que la que proporciona la naturaleza les viene "de cuna". Mario no se sintió ajeno en ningún momento, porque creo que refrendó cada palabra de mis sucesivas narraciones. Nos sentamos los cuatro a comentar y a planificar el día. Yo había comprado provisiones en el supermercado de mi primo, por eso de no llegar con las manos vacías a casa de los otros parientes, y como era costumbre entre nosotros cuando tocaba viajar de la ciudad al campo. También sabiendo que, en los retornos, vuelves con las alforjas cargadas de los productos del campo que los lugareños te ofrecen en esa naturalidad generosa que los cobija. El encuentro con tía Ema, la esposa del tío Yofre y uno de los dos hermanos muy amados de mi madre. Mis tíos Augusto y Yofre fueron los dos ojos de mi madre. Se sintió siempre responsable de todos sus hermanos. Su naturaleza de anfitriona le venía junto al mismo nombre y las características de su madre, "la abuela Raquel". Al ser ella la que emigró a Córdoba con una determinación férrea e inteligente, pudo tirar de su propia familia y de las tías y tíos, y asumió el rol de hermana mayor, aunque tanto la tía Carola como la tía Paya le llevaban unos años. La tía Paya, que permaneció soltera, estuvo siempre cuidando de mis abuelos. Era la encargada de la oficina de correos zonal y la enfermera que ayudaba a mi abuelo en su profesión de médico rural. Así fue como mi madre asumió la responsabilidad de cuidar de sus hermanos. Y vaya que lo hizo. Su hermana menor, la tía Alicia, se vino a Córdoba a vivir con nosotros como una hermana más, y trabajó en esta ciudad hasta que se casó ya mayor.
ARTISTA ESCULTORA GEÓMETRA ACCIONISTA ////// BOSQUES POLIÉDRICOS : EMERGING WILDLIFE : PAJARITAS : RASTROS
martes, 8 de abril de 2025
Un cementerio de algarrobos tan antiguos como sus moradores
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