sábado, 25 de noviembre de 2023

En una soleada mañana de noviembre, Bettina, Helena y yo nos sumergíamos en el estudio de "Filosofía Medieval" en una mesa de madera con caballetes, cuidadosamente colocada en el patio de la casa de mi amiga.

 


El tintineo del timbre anunció la llegada de un nuevo compañero de estudios. Raúl, nuestro anfitrión, salió a recibirlo y nos presentó a Mario, cuyos ojos destilaban el tono dorado de la miel. Ambos compartían la misma asignatura filosófica, y mientras intercambiábamos sonrisas y comentarios para conocernos, cada uno retomó sus quehaceres. Nosotras nos sumergimos en la lectura de textos, mientras Mario y Raúl se dirigieron al garaje, transformado en estudio para esos días de exámenes. No puedo negar que no hubo un flechazo inmediato. Pasaron días en los que apenas nos veíamos, inmersos en nuestras respectivas preocupaciones, que por aquel entonces, no eran pocas. Mi mente estaba nublada y mi corazón, apesadumbrado. En una tarde de repaso con Helena en la cafetería de "doña Cata," como solíamos llamar a la dueña de la acogedora cafetería del pabellón México que albergaba nuestra facultad de letras, Mario irrumpió velozmente. Nos abrazó cordialmente y, tras el ensayo del coro universitario al que él pertenecía, me invitó a un asado organizado por los miembros del coro en casa de uno de ellos. Dudé en mi respuesta, pues no me sentía preparada para celebraciones de ningún tipo, menos aún con un grupo del cual solo conocía rostros fugaces en los pasillos circundantes. Sin embargo, insistió, y yo, titubeante, accedí. Quedamos en que pasaría a recogerme a las 20 horas, en una tarde calurosa donde mi ánimo pendía en un delicado equilibrio.

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