miércoles, 6 de mayo de 2020

LA HORA DE PARTIR

A los pocos días de morir mi madre, después de recogernos entre nosotros mismos, decidí que era tiempo de partir, esa casa ya no sería mi casa y esa vida de mimos y de charlas familiares sin mi madre perdía todo su sentido. Recogí el taller, mi tablero de dibujo y me trasladé a casa de mis amigos a aquél barrio en las afueras de la ciudad,  situado detrás del descampado, donde los barrios dejan paso a los espacios fabriles, la Thompson Ranco, una fábrica de accesorios para el automóvil era el límite a partir de ahí nuestro barrio se extendía, con pequeñas parcelas de tierra. Cuando llegué con mis trastos tuve esa sensación que percibo en la película Bagdad Café,  que a los lugares con afectividad emocional hay que dotarlos de una espacialidad acorde. Puse una energía renovadora para transformar aquélla casa, a la que se sumó mi amiga con un entusiasmo inusitado. 

Sacamos polvo a raudales tiramos alfombras viejas, pintamos cajones de manzana para hacer las repisas de la cocina, la mesa descolorida y coja donde se comía, tuvo otro lustre y  una estabilidad que no conocía. Nuestro vecino el señor romera, que estaba plantando su pequeño vivero en el fondo de su casa, fue mi ayudante jardinero , con él armé unas enormes vasijas de barro que compré a un boliviano que recorría el barrio con un camioncito destartalado , cargado con esas ánforas enormes de terracota que sólo saben fabricar esos hombres y mujeres del altiplano, las llenamos de plantas tropicales unas y de cactus diversos otras. Mi ayudante de jardinería era feliz, cumplía su sueño de -hacer paisaje- en cada una de aquellas tinajas que dotaron al lugar de una belleza fresca y entusiasta. 

Montamos en el fondo del taller una biblioteca con ladrillos huecos, nuestros libros, nuestros discos de pasta que compré a mi amiga laura, y el pequeño winco que hizo de cada una de las  noches de trabajo, un momento feliz. Los cueros de vaca que comprábamos en casa crespo, en la calle corro, lucían entre las vasijas de barro antes de ser transformados en bolsos, sandalias, cinturones o cofres entachonados  a pedido de algún excéntrico que circulaba por allí. Así mi mente se  apropia de aquél espacio de polvo y carretera  rodeado de latas de cervezas  vacías,  y lo transformo en  el escenario del amor adulto de una pareja de solitarios , poetas, exuberantes, artistas que emanan sensualidad y ternuras escondidas. 

Un escenario-bodegón-apetecible.

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